Cuántas veces podría haberme callado. Cuántas podría haber comprendido, aunque fuese un poco. Por mucho que dijera, por mucho que insistiera, por mucho que demostrara… no supe entenderla casi nada. Qué trabajo más ingrato.
A pesar de que el reconocimiento brillara por su ausencia, me enseñó mucho de lo que sé hoy. Hasta me enseñó a hacer raíces cuadradas porque ese día falté a clase. Y me enseñó lo que es el feminismo, sin ella saberlo.
Y nos ha dado todo. Y lo que no, ha sido porque no era bueno. Y a día de hoy nos sigue dando lo que tiene: alivio, aliento, apoyo incondicional. Y todo a fondo perdido.
Debo ser un poco torpe, porque me ha hecho falta tener un hijo para saber valorar de verdad sus renuncias, sus desvelos, su amor carente de condiciones. Para no darla por hecho. Porque ha puesto el nivel muy alto: es imposible ser tan buena hija como buena madre es ella.
Hace casi tres años que es abuela, aunque siempre insistió en que no quería serlo. Le hemos traído al mundo dos motivos más de preocupación. Ni en eso le hemos hecho caso.
Se me llena la boca hablando de ella. Porque, como todas las madres, la mía es la mejor.
