Curro se fue ayer a Finlandia; si no hay imprevistos, que, siendo temporada alta de COVID-19, no es improbable que los haya, volverá en una semana. A nuestro hijo no le ha gustado mucho la idea, y así nos lo ha hecho saber. Y a mí me encanta que lo haga.
Muchas personas nos desnudamos más fácilmente por fuera que por dentro. Desvestirnos emocionalmente parece mucho más difícil, pues sentimos que así mostramos nuestras verdaderas vergüenzas, que enseñamos nuestras debilidades más primarias, esas de las que no queremos que nadie sepa. Como si fuesen exclusivamente nuestras.
Ser conscientes es el primer paso: no, no somos originales ni siquiera en nuestras sensaciones más oscuras. Qué palo, ¿no?
Y no, sentir no implica debilidad. O sí. Pero desde luego es lo único que indica vida en nuestro cuerpo.
Yo lloré mucho a mi padre. Vaya si lo hice. Y lo sigo haciendo. Pero, a pesar de que los primeros años mi tristeza iba mucho más allá de donde acababan mis lágrimas, no pedí ayuda hasta llegar al límite de mis posibilidades, porque mostrarme débil no era una opción.
Y yo no quiero eso para mi hijo. Yo quiero que mi hijo me diga que está triste porque papá está de viaje. Quiero que nos diga cuánto nos quiere, como hace ahora y como me encantaría que hiciese cuando sea adolescente, aunque sé que esa es una tarea ardua. Quiero que me diga que le hubiese encantado conocer al abuelo Higinio, como así lo hace cada vez que hablamos de él.
En veintidós años y doce días junto a mi padre se me quedaron muchas cosas en el tintero. Y estoy segura de que a él también. Muchas cosas que no dijimos por miedo a mostrarnos al natural. Por temor a exhibir sentimientos que no deberían sernos propios. Y nos dejamos muchas fotos por hacernos los dos juntos.
Y no quiero que a mi hijo le pase lo mismo. Quiero ver cómo se muestra ante quien quiere, cómo siente, cómo se emociona y cómo dice “te quiero” y “te voy a echar mucho de menos” sin pelos en la lengua.
A veces (muchas veces) imagino cómo sería la vida con mi padre todavía aquí; desde cómo le quedaría la mascarilla a cómo actuaría ante ciertas situaciones; qué pensaría y qué diría (y qué callaría). Cómo disfrutaría de una nueva canción, de unos lápices recién comprados o de la risa de su nieto. Lo imagino hablando con él, y a él disfrutando de su abuelo. Y se me retuerce el alma cuando, de repente, la realidad mata a la ficción. Pero imaginar me da vida.
Y me los imagino a los dos, queriéndose, diciéndoselo uno al otro, y demostrándoselo cada día.
Se fue, pero qué forma de quedarse.
(Miguel d’Ors)
13 años.