Ayer escuché esta entrevista:
Antonio Aramayona murió el pasado 5 de julio. Desde 2007 estaba en silla de ruedas tras sufrir dos infartos y dos ictus. No sufría ninguna enfermedad terminal y podía mover el tronco y las extremidades superiores, pero decidió poner fin a su vida a los 68 años porque creía que había llegado el momento, porque sentía que estaba en el punto concreto en el que era hora de cerrar los ojos y descansar. «Es el último acto de amor que me puedo dar a mí mismo», reconoció en una entrevista con Carles Francino grabada pocos días antes de su fallecimiento y emitida este jueves en La Ventana.
Las lágrimas rebosaron. No pude evitar la invasión de (muy malos) recuerdos. Por suerte aquello no duró nueve años. Él no lo habría permitido. Ni yo, por mucho intruso que se pusiera por delante. Porque dictar cómo debe asumirse el sufrimiento ajeno no entra en mi código. No por ser atea, sino por ser personita…
Una supuesta autoridad ética sigue imponiéndose a la libertad individual. Una moral católica que, junto al Estado, nos obligan a su visión particular.
Nadie nos preguntó si queríamos estar aquí. Que no nos digan más que nuestra vida no nos pertenece. Porque ningún poder, ni estatal ni eclesiástico, debería ser dueño de nuestra existencia.
Mi vida y mi muerte son mías.